viernes, 30 de abril de 2010

BITÁCORA RETROSPECTIVA DE VUELO Y NAVEGACIÓN

30 de abril de 2010

VOZ EN OFF (REWIND)
ANTIGUOS ECOS DEL LABERINTO
PASAJE SEGUNDO

Se desliza la sílaba voluptuosa. Sus tímpanos, los de ella, animal oscurecido, sus tímpanos en instinto aprehenden la brizna de una onda perdida, atrapada en la cápsula inevitable del viento. Ruido. Un ruido. Un ruido como la textura imperiosa de la seda, pero bordada en múltiples relieves de graves, como pedrería de roca volcánica enredada en la suavidad blanca de la espuma, algo así… Un ruido. Vibración expansiva que se abre, multicolor, en bifurcaciones fantásticas, evolucionando entre el laberinto neuronal de su cerebro, al parecer, muy primitivo; se bifurca en su cerebro la voluptuosa sílaba, enredada en el viento, antes, y ahora trepando por las ramificaciones laberínticas de su primitivo cerebro, al parecer, cerebro, de ella, primitivo y peligroso animal oscurecido. Cimbra el destello eléctrico las bóvedas de su instinto, reverbera el eco grave entre las cavernas ocultas de sus entrañas.

Levanta la cara, ella, al cielo poblado por densas nubes moradas; sumergido como se encuentra su cuerpo colosal, entre los pliegues de un agua enverdecida, así, con el rostro vuelto al cielo, semeja, el cuerpo del ave sumergido en el pantano, una sombra inmortal… Olfatea, el viento, ella.

La brizna, el minúsculo ruido retumba su eco, y es vibración que baja, ahora, por su cuerda ósea: la médula entona la escala de sus vértebras en frenética alteración, y la melodía íntima enraíza brotes momentáneos en la piel: poros erectos, y enseguida revienta en su vientre la onda sonora, al modo de una ola eléctrica… Por un instante, en su mente, la sensación proyecta la imagen de un relámpago de metálico azul neón.

(((Y a la luz del rayo, al fondo indefinido, el recorte oscurecido de la gran mole del toro macho; proyectan el reflejo de la luz, en sus recuerdos por venir, sus cuernos de luna en cuna…)))

Retortijón en el estómago; y la cabeza de ella se levanta por sí, a impulso del instinto. Levanta la cara al cielo, y su oreja se eleva un poco, gira con levedad, en busca de más fragmentos del estremecedor sonido.

Y no es que ella piense al respecto, ni siquiera se trata de que le provoque recuerdos, añoranzas ni deseos; tampoco emoción. Es mucho más primitivo, es nada más una prístina imagen fugaz, transparente y precisa, la que se formula a través de su cuerpo entero cuando la gravedad del sonido la penetra y reverbera dentro y transforma el ritmo de sus funciones vitales… Así de sencillo.

Es él. Es el llamado de un gran animal macho.

Una resonancia como ésa, contenida en un fragmento tan pequeño, su poder de expansión, sólo puede provenir del rugido furioso de un poderoso animal macho.

Él está hambriento y ansioso, pero se encuentra lejos; y ella intenta escuchar la distancia, por ello busca otros copos sonoros, encapsulada en ellos la semilla del poderoso bramido del toro macho, pero no… Sólo ése. Aislado. Diminuta partícula de polvo resonante: así que, él está muy lejos…

Ella baja de nuevo la visa y bebe despacio algunos sorbos más de agua; sumerge su cabeza y extiende la lengua para atrapar las aterciopeladas y resbalosas capas de la materia verde que se acumula en la superficie y que luego, en degradado, bailotea hacia la profundidad del ojo de agua.

El macho anda lejos, pero por ahora ella no puede sino beber, refrescar su interior, lavar sus heridas, renovar su fuerza…

Ahora está ahí, ella, con su cuerpo enorme, ahora sumergido por completo en el enlamado; asoma sólo el penacho húmedo, como una extraña planta acuática forrada de piel negra; y más allá, uno de los ángulos de su ala izquierda, mucho más flexible ahora que las texturas verdosas desinflaman el nervio lastimado… Ella no recuerda bien dónde se hizo las heridas; sólo sabe del alivio de este momento, cuando el enlamado repara la rigidez de los cartílagos, la tensión en los músculos, el ardor de la carne reventada (no lo sabe) por el tajo poderoso de su fuerza ((de voluntad)) al abrir el agujero de gusano por donde penetró en el laberinto.

Detrás de ella se levanta un gran acantilado de piedra cobriza, laja tras laja, de un liso profundo, brillante al paso lento de los hilos de agua al resbalar, casi gota a gota, pero, aquí y allá, un lagrimeo constante humecta la mole de piedra natural. También aquí y allá, adensándose hacia la orilla, manojos y enredaderas vegetales, que oscurecen la profundidad de la barranca y casi forman un techo sobre el ojo de agua donde la hembra bestial de la noche azul se halla sumergida.

Para un lado del muro natural, se dijo, cierra la selva intrincada el paso de la vista; se escuchan murmullos de río furioso y cascada suicida…. Y un silencio abrumador detrás del constante murmullo del agua frenética; un silencio como otro susurro, en continuo absoluto, hacia todas direcciones; un vapor intimidante o una consistencia poderosa, apropiándose del fondo, por el momento intangible, de la selva; un susurro tan continuo y espeso que sólo el oído primitivo de ella podría distinguirlo de la masa sonora, y que otro cualquiera animal hubiera confundido con más ruido…

Del otro lado del gigantesco muro natural, casi como una continuación de sí, como una prótesis, inicia la pendiente de una cortina de lo que seguramente fue una presa; sin duda una obra de ingeniera que se quedó truncada o que dejó de funcionar hace mucho… Concreto resquebrajado por el tiempo; usufructuario de la humedad, pero menos agraciado, salpican de sus grietas algunas ondas de verdor. Y más allá, arriba, por ese lado, se alcanzan a ver las formas de un nuevo cúmulo de construcciones pelonas, reverberando la aridez del concreto al rayo caliente que ahora se cuela, casi como un reflector, sobre las edificaciones grises, y luego la claridad se derrama suave por la mole de concreto de la cortina de presa, que luce, al paso de la luz, destellos violetas entre sus poros minerales; y se desliza más abajo la iluminación, y entonces cae en lluvia cálida al centro del ojo de agua donde ella reposa su camino. Y es ella un oscuro animal entintado con motitas de luz morada.

No es que ella quiera, ni siquiera es que desee, ir en busca del toro macho, poderoso señor del laberinto, es que su cuerpo de ella sabe-no-sabe que debe ir; es todo. Así. Simple. Sin meditación, alevosía ni ventaja. Cómo podría ella aventajar a un animal igual o incluso más terrible que ella. Sólo irá hacia él. Así. Sencillo. Ha olvidado todo, ha dejado todo atrás, y no tiene sino esos reflejos, esas imágenes compuestas de vapor o descarga eléctrica y ebullición de sus funciones… Esos latidos. Sabe-no-sabe, ella, que con cada uno de esos golpes al corazón se desprende un pedazo profundo de vida, se desgasta la oportunidad; pero por eso, por eso que no sabe, por esa vida en la cual no piensa, que se desprende en cada latigazo de fuego en su corazón, ella irá tras el macho; y por eso mismo que ella ignora tan íntimamente, ignora, por eso ahora reposa sumergida en el agua verdosa. Ignorante de sí. Ignorante de ella.

((¿Hacia la selva o hacia el conglomerado de concreto?))

Ella sale despacio de entre el pantano; una decisión así no la toma su mente al azar, tampoco por deducción de nada que no sea el mismo impulso, el impulso en sí: buscar de nuevo los indicios sonoros de la dirección del macho, así, porque sí, porque no es su mente la que trabaja, es su cuerpo entero, la entraña donde reposa el recuerdo de su aroma, el de él… Pero no es un recuerdo, es el olor mismo el que se proyecta directamente sobre su vientre al recibir la descarga eléctrica, cuando algo dentro evoca la propia descarga y, con ella, el olor mismo… Y así, ola tras ola, hasta que es necesario, simplemente, salir del agua y buscar su voz, la de él…

Ella irá a buscarlo… No importa la distancia, ya sabe que está muy lejos, pero ((¿¿hacia dónde??))

Se sienta un momento en la arenilla, junto a la intersección de los muros; parece una gárgola negra, brillante ahora que la humedad se arrastra entre su piel de murciélago y reptil; parece una gárgola camuflada de modo casi orgánico con la totalidad del entorno, ahora que la lama aún se adhiere a su piel tensa y las gotas de luz violeta continúan cayéndole en diagonal.

Levanta el ala derecha y comprueba que el dolor ha cedido casi por completo; la extiende un poco más para comprobar el efecto… Y entonces nota que, al desplegarla, su ala atrapa y dirige las cápsulas de sonido; ella endereza la espalda y así, en cuclillas, abre la izquierda y busca las corrientes por donde vienen bajando los racimos de sonidos.

Sus alas extendidas hacia el cielo, la cabeza levantada, frente a la intersección de las moles de piedra y concreto; parece un ángel prehistórico rezando a los espíritus invisibles por recibir una señal, parece una pequeña cúpula de piel, los extraños pétalos de una flor carnívora…

Se está así por mucho rato, paciente, en espera de una mínima brizna de su timbre… Un capullo de su voz, de él, que le indique, a ella, para dónde está ((dónde te hallas, amor, dónde tu voz y con ella el verbo y con él tu carne?)))

Oscurece cuando ella levanta el vuelo.

martes, 2 de marzo de 2010

BITÁCORA DE VUELO Y NAVEGACIÓN RETROSPECTIVA




CORAZÓN EN FORMACIÓN

OBRA PLÁSTICA DE EDGAR VÁZQUEZ











17 de febrero de 2010

VOZ EN OFF (REWIND)
ANTIGUOS ECOS DEL LABERINTO

PASAJE PRIMERO

En realidad, quién sabe cuál será la extensión de este lugar. Un pasaje se conecta con el siguiente, como una frase enlaza la otra. Sin ton ni son. Ella recuerda palabras. Una frase. Recuerda sonidos y alguna frase aislada; luego ya no son palabras, sólo imágenes; a veces ni eso, apenas algo como un vapor o sopor. Humedad de la tierra húmeda.

Si está húmeda, la tierra, habrá agua muy cerca, piensa… No, no piensa; es más bien un latido el que se manifiesta. Una corazonada.

Camina despacio; se detiene y olfatea las viscosidades adheridas a las raíces de los árboles, ensortijadas piernas de árbol enlazadas entre el piso y las construcciones. Se detiene y se acuclilla para oler los escupitajos blancos; son apenas perceptibles a la vista, pero despiden un fuerte olor de tonalidades graves y toques de una dulce acidez. Es el semen de la bestia; sólo un gran animal macho puede proponer un aroma como éste. Ella no sabe eso; en ella, dentro, sólo es que revientan las moléculas donde el macho ha dejado el obsequio encapsulado, su empalagoso y agresivo bálsamo.

Se incorpora, ella. Se queda muy quieta, vuelta su cabeza emplumada hacia su derecha, por donde un prolongado pasillo pierde su extensión en la tenebrosa oscuridad de la distancia; por allá se ha ido el macho; por ahí percibe ella los hilos de azul fluorescente tejidos por los vapores olorosos de la bestia. El olfato de ella es tan poderoso que, literalmente, puede representarse la dichosa estela, con toda claridad; así que su olfato es capaz de observar el camino por donde el enorme animal se ha ido: un alucinante listón vaporoso, con ráfagas de azul metálico, vetas de brillantina tornasol, preciosas filigranas con brillos escarlata…

Pero ella, el ave de la noche profunda, tiene sed, y sabe que el camino de la humedad se encuentra detrás de ella; pero eso ella no sabe que lo sabe; es un cerebro más primitivo, al parecer, o eso le parecería a algunos, el que no-sabe, en ella, para dónde aumenta el tufo de la humedad; es una corazonada, y algo que es, por supuesto, un dolor, pero ella, eso, no lo sabe, y, además, carece de importancia; lo vital es el latido mismo, aunque resulte mortal la fuerza desgastada en el impulso.

Así que su olfato mira detenidamente las últimas burbujas iridiscentes de la estela del macho, tragadas por la carnosidad oscura de la distancia; mira por última vez, antes de volverse atrás, domesticando su instinto, o por influjo de ese instinto, quizá, no se sabe bien, con intensidad paciente, se vuelve atrás, y camina sus pasos cautos hacia el agua.

Todo puede esperar, hasta que ella encuentre el agua cristalina y pueda lavar su sed, y el cansancio, y las heridas de roca en sus rodillas y sus puños, en su lengua y su cabeza; las heridas de roca y acero en sus codos, y punzando, sobre todo, en su ala izquierda, ahí donde se guarda el matiz femenino de su alma en instinto.

Mira por última vez la estela, se da media vuelta y trepa por la enorme raíz, alcanza la escalera de piedra devastada, penetra por la boca de las ruinas, hacia las galerías superiores. Lleva en su memoria la imagen del rudo aroma; pero su memoria es nada más la del olfato: la estela vaporosa, llena de misterios y peligros. Pero primero, lo-sabe-no-lo-sabe, debe recuperar su fuerza vital, así que ahora se interna más en los intrincados pasillos, hacia un rumbo determinado, aún en la espesura del sinsentido: la gran ave tenebrosa se dirige hacia el agua, y el agua está tras el rastro de la humedad que ya invade los muros, enverdecidos ahora por una gruesa capa de musgo…

Detrás de su paso flexible va dejando, ella misma, el dulce rastro de su sangre, gota a gota desprendida la señal de su cuerpo de hembra, terrible y gigantesco animal de la noche plena, gota a gota su sangre en estela fervorosa, de las heridas que, lo ha olvidado hace mucho, aunque ocurrió no hace mucho, las heridas de su carne al cavar el agujero de gusano que la trajo aquí…

miércoles, 17 de febrero de 2010

BITÁCORA DE VUELO Y NAVEGACIÓN RETROSPECTIVA

FRENTE A LA FORTALEZA DE MINOS

Toda la isla es un laberinto, dicen, una fortaleza de roca, concreto y acero, una absurda casa, intrincada de pasajes, jardines y terrazas interiores, habitaciones conectadas, puertas y ventanas que abren a nuevos pasillos y combinaciones de escaleras bifurcadas en dos y en tres y muchas ramas, hacia otros niveles igualmente arbitrarios, abiertas hacia arriba y abajo; muros y más muros, estructuras metálicas, bóvedas, cámaras y cavernas, palacios y pantanos grises dentro de la enorme y absurda estructura. No se sabe si se trata en realidad de una isla, es quizá un continente, o un ínfimo rincón de otra realidad cósmica; no se sabe nada de este lugar, más que esto que vengo describiendo, esto que acabo de ver con estos ojos, cuyas imágenes han de ser tragadas por el olvido.

No sé si se trata, en realidad, de una isla; para donde se mire, todo frente a mí es un muro que se pierde a la derecha, hacia la izquierda; un muro gris que se pierde arriba, más allá de las nubes púrpura; se pierde hacia abajo, en la profundidad de fluorescencia oscura del mar, la extensión de sus sótanos y cimientos.

La mar cortada de tajo por un muro de concreto, inmensamente absurdo y grande.

Tres negras noches, con sus tres oscuros días, Nave Nodriza se ha deslizado junto a la muralla de roca sólida; y sigue perdiéndose de vista su extensión, la del muro.

No hay más. Algún día, dicen las crónicas de mis ancestros, la mujer que yo era llegó al fin de la tierra. Y ahora yo, el monstruo del presente que soy yo que soy ahora, escribo que he llegado al fin del mar; aquí se acaba todo, aquí se acaba el mundo, comienza otro…

Luego, arriesgué mis alas recientes y volé en vertical hacia las nubes; pero en tres noches con sus días, el muro se mantuvo siempre igual, siempre perdido su inicio, su posible principio o fin. O es que la pared se mueve junto conmigo, pensé mientras caía en picada, de regreso de las alturas impasibles, alturas absurdas como absurdos se tornan frente a ella mis pensamientos.

Así que esta noche brillante he vuelto del cielo, y me hallo cavilando en mi camarote solitario; fuera de mí, pero conmigo dentro, la solitaria Nodriza se acuna apacible, anclada frente al muro infinito.

No es posible volver. Detrás está el pasado, y ese reino es tan sólo un mito; detrás, entonces, sólo está la extensión profunda de un mar infinito. Detrás no hay nada, sólo el mar. Todo lo que pude haber vivido, ha desaparecido tras la estela de mi navegación.

Delante, el muro de Minos.
Debajo, el abismo de agua.
Después de la terrible fortaleza de Minos, la realidad de Lugar Común; y en ella, Ulises. Y Ulises, tal vez, podrá decirme qué significa haber cruzado el laberinto, que significa que atrás no haya quedado nada, quién es este monstruo de las tinieblas que soy. Él habrá de darme el cabo, y así podré desmenuzar la madeja para hilar mi nueva memoria, alguna tarde, frente a mis playas apacibles, recién conquistadas, recién invadidas por el amor…

Pero esta noche luminosa cavilan las vibraciones de mis entrañas, simple instinto del tacto, pues no hay recuerdo alguno para evocar el dolor, ni el miedo, mucho menos el amor; ni siquiera la imagen de Ulises, esperando por mí con el fuego encendido, los brazos abiertos en oración de entrega, para recibir mis pasos cansados, ni siquiera tan voluptuosa imagen de Ulises logra permanecer más allá de los segundos en que la nombro.

Me detengo esta noche y escucho la vibración de mis arterias, el rasgueo rítmico de mis nervios tensados, el tintineo de mi piel erizada. Me detengo y escucho el canto de mi cuerpo, muy quieto, resoplando en silencio, respirando en el intersticio de la arritmia; y mis funciones corporales son un concierto de temblores… Sí, es verdad, leo en mi diario que he dicho, no hace poco, pues ya no lo recuerdo sino en la lectura, he dicho que, por mi voluntad, me dirigí a este sitio sin salida, en busca de la bestia mortal del laberinto; que ella, dije, la bestia, dije, habría de indicarme el camino para encontrar a Ulises. Parece que ando buscando a un tal Ulises; lo leo, y sé que yo lo escribí así, lo sé porque está escrito, aunque no lo recuerde. Mi recuerdo existe sólo al leerme y leer a mis ancestros y los escritos de otros que parecen haber sido o ser tan monstruosos como yo; mi memoria es la suya, la de quienes antes hicieron este viaje fantástico. No tengo más memoria que estás palabras.

Pero yo no puedo sino sucumbir a mi instinto; y yo, ahora, soy apenas el depósito del olvido; soy un descuido que evolucionó en quimera… Así que me retracto, por un instante, me retracto y me detengo por un momento para olfatear el viento en busca de los signos remotísimos de la esperanza, olfateo en espera de la señal… ((¿Dónde estás, maestro; dónde tus palabras de aliento y tus brazos en complicidad con mis alas; dónde estás?)).

No puedo sentir miedo, porque no recuerda mi carne ningún sentimiento, sólo puedo imaginarlo cuando leo las crónicas del miedo inscriptas por los otros y por mí, en el pasado.

Oscurísima noche clara, donde mi vista nocturna se pierde, igual que el muro, en el vacío absoluto. He salido a cubierta para contemplar la negrura de esta noche, la más brillante oscuridad de todas las oscuridades nunca antes nombradas por un ser vivo. Nunca podré describir el brillo profundo de la oscuridad absoluta; así que enseguida olvidaré esta sensación de vacío; y enseguida de enseguida comenzaré a cavar un hueco en el muro, para entrar.

En Nave Nodriza sólo hay libros y cuadernos de diario; y tales utensilio son herramientas de la memoria, pero resultan inútiles, escuchadlo bien, resultan inútiles como herramientas para el mundo, y aun más inútiles, por lo tanto absurdas, como posibilidades contra el muro de la imaginación, ese “otro” material de concreto, arena, rocas y acero; ese otro mundo…

No hay puerta para penetrar al nuevo mundo; uno mismo debe cavarla en el muro.

Utilizo mis garras y el filo de mis colmillos; utilizo mis puños y mi cabecita hueca; golpeo con el filo de mis codos y mis rodillas; arranco pedazos completos de roca; saltan sus vísceras de polvo y astillas. Los fragmentos de piedra destrozada se mezclan impúdicos con los jirones de piel y sangre desprendidos de mi cuerpo al embestir contra la carne del muro., también es mi piel la que salta al desgarrar la roca. Y esto es el dolor por seguir adelante, por seguir buscando un sueño. Este ardor y la náusea, este mareo y la punzada; esto es el dolor. Pero lo olvido enseguida. Y sigo adelante, ciega de instinto, sin saber por qué, sólo sigo adelante porque así lo dicta la voz de mi sangre al fluir.

Al fin, al alba de la cuarta noche, mis garras arrancan la última roca, y se abre frente a mi olfato una intensa bocanada de vapor putrefacto…

Hace rato que dejé de escuchar el mar; hace tiempo, en medio de la furia por descuajar la roca, que olvidé extrañar la tibia zona de confort de Nave Nodriza. Ya no soy mujer. Ya no soy pirata. Ya no soy marino. No recuerdo haberlo sido. Y lo peor: he debido dejar atrás la memoria inscripta en los documentos, mi única memoria.

Ya no soy marino; ahora mismo, mientras cavo, soy minero; luego seré un caminante de lo improbable.

Escribo esto con lodo podrido, del otro lado del muro, junto al hueco abierto en la roca; la herida del muro comienza a suturar; el vapor fétido se condensa y cicatriza las paredes mancilladas, el intenso vapor fétido se pega al hueco, literalmente se concentra sobre el vacío, y forma una costra en el interior del túnel; la costra volcánica se petrifica. Y ahora esta última frase queda encima de un muro liso, donde antes estuvo el agujero de gusano, un muro intacto, sin entrada ni salida ((y fuera del muro, abandonada, quedó anclada nuestra Nave; adentro la memoria de quien fui)).

A punto de dar el primer paso dentro de la fortaleza del tiempo.

Y ya no recuerdo quién soy...

¿Por qué estoy aquí??))

viernes, 22 de enero de 2010

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN Y VUELO RETROSPECTIVO

A TRAVÉS DEL MAR ENROJECIDO

La noche enloquece junto conmigo, y yo no dejo rastro alguno; tampoco la noche. Es por la mañana siguiente cuando las ánimas lloran sobre los cuerpos inanimados de los muertos. Es la noche oscura de mi ánima, la noche que enloquece junto conmigo, y el dolor es inevitable, aunque se olvide enseguida, porque también el dolor es arrancado del recuerdo. Uno a uno, los recuerdos son devorados por las impunes bestias del olvido. No quedará vestigio, no quedará piedra sobre piedra ni temor alguno, ni esperanza suprema, ni cálido nicho de ilusiones. Quedará mi alma en blanco, cándida, inmaculada, libre de toda perturbación, y entonces iré por el mundo en busca de lo memorable, para integrarlo, y al fin construirme una memoria.

Pero ahora es el momento del dolor inevitable, cuando el timbre de una voz de hombre es arrancada de tajo de mis suspiros, y se extingue su resonancia como si fuera la voz del eco; su nombre de hombre huye entre los escombros de sus propias palabras, pero al fin es emboscado por una jauría de delirios, y queda despedazado su nombre, hecho jirones de ininteligible tinta ensangrentada; el sabor de su aliento sucumbe ahogado en la tormenta de incertidumbres; devora el ansia en parvada la entraña misma de su tacto, un tacto de hombre, vuelto trizas. El dolor, inevitable, aunque se extinga también su recuerdo en el acto mismo de existir el dolor, al ser arrancado, por ser arrancado, el dolor.

Ya tampoco hay dramatismo en mis plegarias, ya ni siquiera estoy haciendo oraciones. No encuentro consuelo, porque ya nada queda por consolar; no busco consuelo, pues nada hay por consolar. Todo es claro, todo se comprende, todo es tan nítido, que no es posible agregar consideraciones ni matices, reproches ni justificaciones. Ahora siento cómo se desprenden los reflejos de sus ojos al mirarme tan de cerca, en el abrazo más profundo, en medio de la multitud, mientras yo cantaba y el tocaba… El tocaba… Él… Quién es él…

Salgo a cubierta; afuera, una tempestad enrojecida azota los cielos. Vapores escarlata se deslizan en espiral, chocan entre sí los rojos enardecidos, y son mareas como de sangre las que suben y se estrellan y se hunden entre las espumas enrojecidas del cielo. La noche enloquece de dolor, junto conmigo, abandona la serena luz de su oscuridad azul, para dejar paso franco al ador de fuego de las pasiones, las humanas, las que latían en mi antigua sangre.

Y lloro, se me doblan las piernas de dolor, frente al espectáculo vivo de la enrojecida tormenta, y lloro, durante muchos días, hasta que mis lágrimas logran ser más que las bocanadas de rojo sangre escurriendo por mi cabello, empapando mi piel, penetrando mis orificios; lloro hasta que mi llanto es más profundo que el dolor y arrastra en su sal cristalina los vapores de sangre pegados a mi cuerpo, y borra mi llanto cualquier vestigio, y al fin se rinde la tormenta, que ya no puede atormentarme más, que ya no puede hacer llorar a nadie más como, ahora, yo requiero llorar frente al espectáculo terrible de mis entrañas en carne, arrancadas de mi propia circunstancia; lloro al mirar su nombre por última vez, una traza apenas, bailoteando sin sentido como una tira de papel desgastada, arrancado su nombre para siempre de la referencia para la entrega, y lloro por ese hecho inevitable, y por ello inevitable también el dolor en esta noche enrojecida de mi ánima. Miro a la última esperanza puesta en su aliento, destazada en el palo más alto de la embarcación, a punto de tornarse irreconocible, mientras el viento escarlata le arranca los últimos rasgos… Cómo no habría de llorar. De modo que lo hago, lloro durante muchos días, y al fin la tormenta amaina, cuando mi llanto es más profundo que el dolor mismo, y lava mi llanto los vapores de sangre que empapaban mi cuerpo, y es arrancado, aunque duela con el dolor profundo de saber que será lo último que duela, el dolor mismo, su recuerdo, su referencia… Y me encuentro ahora de pie sobre cubierta, mojado mi plumaje azul de metálica oscuridad, y destalla más así como estoy ahora, posicionada contra el resplandor de la noche, viéndome de lejos; destella más, en consecuencia de mi llanto, el húmedo pelaje de mis alas de noche antigua.

He debido cruzar ya el Mar Rojo, su enrojecida tormenta, porque no lo recuerdo, porque cuentan las crónicas que ahora leo y transcribo que si no lo recuerdo, es porque he debido pasar ya por el Mar Rojo, ente su tormenta enrojecida, donde todo recuerdo es arrancado, y por cuya transición he de llegar con el alma cándida a la tierra de Mi-nos, para devorar al Toro Sagrado y poder volar, volar hacia donde está Ulises, el que me dirá qué clase de bestia soy, hacia dónde he de partir…

(Oh, Ulises, ahora lo comprendo, amor, la ternura de tus intenciones al marcharte en pos de la tierra prometida…)

En blanco.
Extraño monstruo que soy.

miércoles, 6 de enero de 2010

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN Y VUELO RETROSPECTIVO

DÍA ÚLTIMO: LA NOCHE MÁS PROFUNDA DEL ALMA
PERSONAJES: NINGUNO, NADIE Y UNA CUALQUIERA.







Traquetea un poco entre las olas, rechina al rayo de sol, pero Nave Nodriza avanza majestuosa en medio de un mar azul, de un cielo azul, de un sueño azul. Yo no diría que ninguna de Nos se halla particularmente convencida de nada, aprovechamos el momento de placidez, sin discutir nada por nadie, de nadie. Quién necesita el sentimiento si existe la sensación, quién necesita la sensación si existe la nada. No tengo sangre ni arena en las venas. Estoy vacía, al fin, hoy, ahora, en la palabra vacía. Caigo al vacío dentro de mí, caigo como Alicia por el agujero de gusano. Nada cae en el vacío dentro de mí, cae y cae la nada en sí, dentro de mí, al vacío, a la nada, nada.

Todo queda atrás, y no puedo volverme a mirar. Navegamos por el Mar Neutro, montañas y más montañas de sal líquida, azules como el cielo azul, en un sueño evidentemente azul. Azul de día, no así el azul de la nostalgia, pues no hay recuerdos en este lugar, y quien ose volver la vista atrás para querer mirar a los recuerdos quedarse atrás, se convierte en estatua de sal, en inamovible nostalgia, recuerdo perdido, que se queda atrás… Todo queda atrás, y no puedo volverme para mirar.

Nos dirigimos hacia la tierra de Minos, menester es, según dictan los tratados de quienes anteceden la hazaña, atravesar el Mar Neutro. Olvidarlo todo. Comenzar de nuevo.

He llegado, pues, a saber, oh, noble Ulises, que por este camino he de llegar a tus brazos: olvidándote. He tirado mis añoranzas por la borda, no cargo conmigo ningún placer: todos los sueños me fueron concedidos, toda la sensualidad me fue otorgada. Estoy colmada de vacío, de la nada que queda luego del cuerpo, después de la memoria, más allá de los instintos… Si vivir es sentir, ahora no-vivo. Si vivir es amar, ahora no-vivo. Soy un no-viviente, así, tranquilo, de cabeza en la percha del tiempo. Desperezo mis alas al calor del mediodía de esta noche luminosa de azul. De lejos, me miro como un ángel negro, tan negro que es azul de profundo metálico mi pelaje de oscuridad, resalta su iridiscencia negra contra el raso azul del cielo azul.

Me dirijo a Minos, a chupar la sangre del Toro Sagrado. Hace tanto tiempo que navego, que no recuerdo ya de dónde vengo, cuándo es que he nacido, en qué momento comenzó este apetito por la sangre caliente del Minotauro. Mi única memoria son los documentos de mis antiguos, consulto ahora sus epístolas y bitácoras, para saber, y recordarlo sólo al instante en que lo escribo, que alguna vez fui larva en capullo, envuelta en sedas fui protegida y cuidada por jóvenes mancebos, quienes alimentaban mi envoltura, saciaban los voraces apetitos de la larva de carne, carnívoro gusano que fui.

Una noche, simple y llanamente, rompí el capullo.

El cuerpo estalló sobre sí, y con él, estalló la memoria; la carne se dio la vuelta sobre sí, y ahí estaba yo, con mis alas poderosas alzándose en sus cinco metros.

Los destruí a todos, les desgarré las entrañas y los devoré uno por uno. Sólo así, dicen los documentos, se logra vencer los encantos de los Efebos: cayendo plenamente en ellos, dejando que el cuerpo sucumba hasta perder el alma y transformarse en depredador y acabar con ellos sin compasión alguna; y también acabar, al nacer, con todo vestigio del alma que nos llevó a caer en tan superflua luminosidad, en el vano subterfugio de la debilidad humana…

Y aquí navego, sola en medio de la noche azul de mediodía. Me dirijo a la tierra de Minos, ando rastreando a un tal Ulises, y por ello debo beber la sangre del Minotauro. No tengo sentimientos ni placeres, sólo me queda el instinto, y mi instinto es volar, y por ello debo beber la sangre del Toro Sagrado, y hallar a Ulises. Ulises me dirá cuál es mi naturaleza: qué clase de criatura soy, de dónde provengo y hacia dónde me dirijo.

Desperezo mis alas y, de lejos, me veo como una criatura maligna, recortada mi silueta negra contra el azul profundo de mediodía, de esta noche resplandeciente, cuando al fin observo el primer destello luminoso del futuro: Ir hacia Minos, beber la sangre de la bestia bipolar, recuperar así mi pulso: poseer la sangre del toro. Claro que, después de la sangre, tendría que buscarme un alma, y con ella, quizá, nacería en mí algún entusiasmo; pero ése es trabajo más complejo; un destello a la vez. Quizá Ulises pueda tener un conocimiento así.

El Mar Neutro es llano y plácido, unos tumbos apenas de nuestra Nave Nodriza al trastabillar entre las olas de sal líquida, azul, azul de mediodía, de instante luminoso, como es esta noche oscura donde navego hacia Mi-nos…

Suyos, siempre suyos.
Indefinido ser de tibias alas sin estrenar.

martes, 29 de diciembre de 2009

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN REGRESIVA









DÍA OCHO

HOY nada más tengo ganas de hablar del delirio, de tantos días metida en esta isla abominable, rodeada de jóvenes musculosos, que juguetean entre las olas, corren por la playa, caminan despacio, por la tarde, con sus herramientas a cuestas. Qué visión escalofriante la de su piel dorada y dura de faenas en el huerto, la pesca, trepados en los árboles colectando frutos. Quién puede, realmente, oh Ulises, oh Sultán, oh caballero de triste figura, quién puede, en verdad, bien habéis pre-dicho, sustraerse a las bellas caricias de las manos rudas y vigorosas. Oh, Ulises, amor mío, cuánto más y más comprendo tu sufrimiento al marcharte tras tu sueño dorado, tras los largos cabellos neón de las tentadoras Sirenitas de voz aduladora. Ulises, mi Ulises, cuánto sufrimiento el que ahora constato, víctima yo de la belleza terrible de los más nítidos encantos juveniles, los de la carne, los que el cuerpo impone a la necesidad brutal de partir en pos de tu imagen (y dejarte libre, navegante, tripulante de tus propios designios), Ulises, como una vez tú te fuiste (dejándome libre, navegante, tripulante de mis propios designios), siguiendo la ruta del cáliz sagrado, el sueño divino, la dirección de los dioses, el sentido divino.

Ya no sé, tampoco debe de saberlo la tripulación, cuántos días llevamos perdidas en los caprichos de los hombres, en la perfidia de sus palabras de dulce ronroneo, en la abundancia de sus besos lustrosos. Y resuenan en nos las voces de la tormenta: Ulises no existe, ninguno es Ulises, todos son Ulises… Oh, dioses, tened compasión de éstas, vuestras humildes seguidoras, pues es a vuestra voz en llamado que hemos acudido a la mar, en cruzada por la encomendada empresa más profunda, la empresa de amar (al-mar, a-mar)… ¿Cómo habremos de salir de aquí? ¿Es acaso que nuestros días han concluido, azoradas por uno y otro, embestidas por este y por aquel, acosadas de bellezas miles, de brazos que se enredan, piernas que buscan posición, tacto, entraña penetrada de lujurias y sudor…

Ya nadie sabe contar cuántos son, cuántos días, cuántos hombres cuentan para esta cuenta, que no es un cuento. Pero Nadie cuenta, Nadie narra, y llega la imagen vaga de Ulises, aguardando con el hogar encendido; pero nadie ahora es capaz de creer fielmente en ella, la imagen del éter, si aquí enfrente se encuentran encarnados los más exquisitos deleites de la piel dorada, la firmeza de sus quejidos, el calor de su aliento en la piel, por los labios, entre los pliegues de cada uno de los sentidos, derramados en suaves líquidos acidulados.

Si tenemos los sentidos, aquí, ahora, quién necesita ya de ningún sentimiento; cualquier capricho es cometido y saciado por la fuerza viril de los Efebos, sus cabellos largos, sudorosos; sus cuerpos duros y lubricados, donde el rostro de cualquiera de nosotras pierde la dimensión del olfato; y sus cadencias, vive Dios, ni hablar de sus cadencias, las de ellos, las que ejecuta nuestro olfato… Cuántas posibilidades pueden hallar para amansar las furias de este nuestro amor, el que alguna vez fue profundidad marina en mar abierto, y ya sólo queda, en la superficie, a la orilla salva y sana, el oleaje eufórico del placer…

Primero es la desdicha del placer puro, en bruto, penetrando en cada golpe la razón; luego es la dulzura del placer puro, en bruto, penetrando con su hierro los lindes de ningún sueño, así nada más, re-signadas al tacto de uno, la palabra dichosa del otro, la bravura del siguiente, la pintoresca mirada de aquel. Nunca nadie pensó que pudiera ser cierto, que pudiera ser sólo esto y nada más: la carne, la piel, la delicadeza del placer sin las voracidades del amor. Y qué bien se está aquí, ¿no es cierto? Libre de lazos, a rienda suelta, como se dice, las cabalgatas sin tiento del frenesí sagrado, la entrega a nuestras naturalezas sin freno, desbocadas, sin sentido, que es lo mismo que decir, sin razón, sin sueño, sin más vapores que los del aliento abriendo boquetes al tacto, los aromas fuertes en el jadeo encendido, horadando la entraña, empujando, abriéndose paso el instinto, y sólo eso, el placer puro, etéreo, sin las incómodas anatomías del amor.

Vaya una a saber cuánto tiempo llevamos aquí, o si podremos en verdad volver a la mar para seguir la ruta que alguna vez creímos verdad, imposible pero cierta, la única que podía deparar la paz para nuestros espíritus abiertos en posición de amor; o así pensamos entonces. Pero hoy, cuando al fin he conseguido deletrear unos trazos, lo único que quiero es hablar sobre el delirio, lanzarlo por el acantilado, hacia la mar, que se estrelle contra la roca y salte en mil astillas diminutas y al fin se pierda entre la marea desconocida…

No sé cuántos días llevamos aquí, he perdido de vista a la tripulación, luego que nos enfrascamos en la primera batalla, cuerpo a cuerpo con los Efebos, a orillas del mar. Por ahí, a veces creo escuchar la risa satisfecha de alguna, los cantos de fiesta en júbilo de la otra… Defendí con mi cuerpo el honor de mis doncellas, es cierto; si al salir yo de mi sopor, luego de mi herida mortal, he hallado a la tripulación transformada en prístinas y virginales damitas, no iba yo a permitir que esos hombres las acosaran, primero habrían de pasar sobre mi cuerpo… Pero no he sabido si han logrado escapar, o si se hallan también presas de los deleites sin razón que prodigan los jóvenes mancebos. Oh, Ulises; cuán dura fue tu prueba, lo sé ahora, aquí sola, con mi cuerpo en batalla tras batalla por alcanzar tu olvido. Y quién sabe si son ellas, o si lograron escapar a la mar y ahora están allá, en Lugar Común, despertando cálidos sus cuerpos a la faena del íntimo encuentro cotidiano con Ulises; ojalá, así sea… Porque yo permanezco sumergida en mis propios caldos, en el jugo empalagoso de la belleza de ellos, los Efebos, los hombres, cuántos hombres en su jugo, dispuestos siempre al capricho del placer, la carne, el instinto.

Las he perdido, no he logrado salvar a la tripulación, y no veo forma de que el ánima quiera sustraerse del delirio, no veo forma… Que Isis se apiade de nuestra carne, destazada entre los subterfugios desgarradores, a manos de nuestros pérfidos aullidos de lobas de mar en celo; desperdigada nuestra alma a lo largo del río, para ser perdida por el trafalgar de la intemperie. Y esta herida, que no para de manar.

A veces, en el rocío iridiscente del entresueño, creo escuchar el pensamiento lejano de un ánima; escucho sus pezuñas al rechinar contra el suelo, cuando anda cabalgando entre los pasillos de su laberinto. ¿Qué clase de minotauro eres, oh, ánima? ¿Por qué de nuevo intentas confundirme con las ingratas voces de un futuro sin pasado, es decir, con los gritos desgarradores de nuestro imposible presente? Sois voraz, os lo digo, y os aprovecháis de que me hallo en este nuevo delirio para presentaros en forma de mítico animal. Habéis dicho antes que erais de luz, pero el banquete vuestro, allá en Minos, consta también de jóvenes mancebos, de virginales doncellas. ¿O acaso estáis aún esperando por vuestra Ariadna? ¿También a ella queréis devorarla? ¿O p referís que sea el amante de ella quién os de fin, oh ánima sin tiempo?

¿Vais a decirme que hay un Ulises aguardando por mí, con la fogata encendida y la entrega en fresco ramillete prendido de sus manos? ¿Con cuál palabra vais a sostener semejante dicho? Vos conocéis de cuáles carnalidades os hablo cuando digo que sí, que acepto haber caído de las profundidades para venir a estrellarme en la superficie más vana de mis arrebatos. Es que duele, duele la herida, y vienen estos Efebos a lamerla igual que hace, por supuesto, la ola salada con la arena reseca. Eso hacen: lamen la herida. La untan con la sal y los ungüentos de sus propias entrañas. No me pidáis que salga de esta isla, a menos que podáis recitarme el abratesésamo, conjugarme las abracadabras, a menos que podías darme las palabras mágicas para sacarme del deleite, del delirio del deleite… Cómo me pedías que vuelva a la mar profunda, en busca de un mito, a sufrir las inclemencias del sol, la rudeza de las tormentas, el martirio de las jornadas en ruda faena por llevar el barco hacia Ninguna Parte, por tierras inhóspitas, arriesgando la vida en el enfrentamiento con los más temibles monstruos, desafiando a los dioses…

No veo cómo, oh ánima del laberinto del tiempo; no veo cómo habré de librarme de mis propios deseos, no veo cómo podría despojarme yo de esta piel, de este cuerpo, para dejarlos aquí y seguir mi ruta hacia Dónde Sea… Y, además, he perdido a mi tripulación…

¿Tenéis en verdad palabra que resista al filo agudo de vuestros propios actos? ¿Poséis realmente el ritmo de mandala que no sucumba al filo grave de la espada mortal de mis instintos?

Primer Admirante de Nave Nodriza
Pirata y Cojo

(imagen de: http://trazosenelbloc.blogspot.com/2007_10_01_archive.html)

martes, 22 de diciembre de 2009

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN REGRESIVA

DÍA SIETE

(Aquí se está bien, en la burbuja de la ficción, donde no existe carne por dónde derramarse. Voy tras de ti, Ulises, envuelta en los halos vaporosos de mis palabras.)

La fiebre comienza a menguar, mengua también el espíritu de la memoria; y comienzo a recordar el futuro. Soy, entonces, el Primer Admirante de la embarcación que transporta nuestros frágiles cuerpos. Soy machín y voy para cínico. El costado ardiente por la herida; aun así, me levanto y ando, al tercer día me levanto y subo a cubierta.
El sol en radiación clarísima deja ver, nítidos y firmes, los colores del paisaje: rocas vivas, guardianas petrificadas de la isla de los Efebos; nos aproximamos sin remedio a la tierra fatal, es tarde ya para volver: tras de nosotros se cierran las rocas, son los cuerpos pétreos de quienes quisieron echarse atrás; así que ellos forman una cerca rocosa, tras la estela de la embarcación, y nos acosan. Imposible retroceder ahora.
Al timón continúa, imperturbable, la Infanta U. Con una mano guía el timón, con la otra recoge grácil su crinolina de rasos y satines.
Me he puesto mi levita nueva, de negro terciopelo, para hacer honor al vacío de sangre. Negro como mi condición de pirata maldito, asesino de inocencias. Ruge la ausencia de mis líquidos vitales al abrirse paso por los túneles vacíos de mis arterias. Mi piel se eriza y no sé la causa. Me desconozco. Desconozco mi paradero, como desconozco la conmiseración y la justicia. Prescinde el filo de mi espada a cualquiera que ose su deseo herir de nuevo la pulcritud de mi confianza. No se me pongan enfrente ahorita, porque me los tuerzo, antes de averiguar nada; no quiero saber nada, que nadie me diga nada… No hay consuelo posible para la ennegrecida carne de mi corazón sin luz: mueran todos los cobardes, incluido yo, que sacrifico a sangre fría, que nadie me interesa, que nada me consuela…
Que ninguno de esos Efebitos se crea que por hermoso habré de tolerar sus embustes. No tengo sangre en las venas; por la herida se ha escurrido toda sustancia posible en este cuerpo que ya no oculta juramentos, pero tampoco injurias.
Las rocas vivas, azabache, se contorsionan para tentarnos con su brillo afilado, restriegan con sus insinuaciones pérfidas, quieren debilitar mis últimas fuerzas, menguar el ánimo de la tripulación… Se ríen de mí, de nos-otros. Se burlan de mí, de mis-otros. Me echan en cara la insensatez de mis actos, la torpeza de mis intenciones, y que Ulises no existe, que nunca existió un hombre así, que Ulises es todos los hombres, ningún hombre, que es Nadie, que Ulises es Nadie y que nunca estuvo conmigo en ninguna playa, acariciando mis labios con la cadencia de sus entonaciones; que Nadie aguarda por mí con ningún fuego encendido. Y me confunden; sus injurias se proyectan en recuerdos que no recuerdo haber vivido. Y me atormentan, me arrojan el vómito del tiempo y dicen que Ulises no existe, que es una ficción, un mito, que Ulises es todos los hombres, ningún hombre, y que deje de buscarlo, que deje de seguir la estela brillantina del instante de la flama, de la estela trunca del ave sobre la mar… Si alguna vez tuve lágrima, ahora habrían de correr por dentro, pero son gránulos de sal los que se despeñan entre mis venas áridas. Hace frío, pese al rayo cristalino del sol. Hace mucho frío aquí dentro.


Nave Nodriza atraca cerca de la playa; un oleaje suave recibe nuestra visita. La tripulación desembarca en lanchas; cautas nos aproximamos a la isla del pecado. Un sol nítido abre las pupilas a un paisaje verde; muy apenas mecido el follaje por la brisa tibia.
De´Lira es primero en poner pie, yo segundo. La arena desértica fluye por mi herida, se confunde con la brillante arena de la playa; una orla suave de mar se lleva el montoncito de mis entrañas, granuladas y frías, resecas; desarma la mar el montoncito de polvo de mí, suavemente, con su humedad, lo abraza para conducirlo mar adentro, dispersarlo, llevarlo hacia esos lugares donde yo nunca estaré.
Escuchamos ahora el relincho de un corcel y, enseguida, los redobles inconfundibles de risas masculinas. Por un costado de la bahía viene el tropel. Aun de lejos, brilla la piel desnuda de los jóvenes varones. Vienen a trote medio, con las cabelleras abiertas a la caricia de la velocidad y el viento, enredadas en el subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar de sus caderas al conducir el paso fervoroso de la bestia.
Lady I suspira, busca ya, precavida como es, los pañuelos blancos en su bolso de mano; practica ya, ahora, a dejar caer los blanquísimos bordados, como no queriendo, grácil, estudiada, finísima.
Se distinguen ya, acá, las ondulaciones de los cabellos largos y rizados de los hombres, ondeando como banderas terribles, con brillos de relámpago, igual que iridiscentes lenguas de fuego, ágiles serpientes de cobre y rayo de sol.
La Condesa L afina su laúd encantador de ratas, muy apenas; y ahora ha encontrado una gran roca donde se asienta sin prisa, recogiendo su larga cabellera, como una gran valquiria lunar, marina, henchida igual que montaña, como una gran ola de mar.
Es posible ver ahora las facciones afiladas, los pliegues del músculo en el vientre de los Efebos al galope, su piel firme, curtida de sal, deseosa de sol, ardiente de andar, ansiosa de amar, la piel, por supuesto dorada y húmedo atardecer.
La Infanta U apresta sus huestes de animales míticos, prepara hierbas y piedras mágicas para defenderse; la Duquesa D se oculta tras las rocas, salvaguarda las provisiones, prevé las salidas, busca las posibilidades…
De´Lira delira, recoge su enagua y comienza la carrera al encuentro de los jóvenes gallardos. Tengo que taclear a mi Capitán antes de que llegue a últimas consecuencias su delirio de chica frágil; pero ellos ya están aquí, rodeándonos con el alboroto de sus caballos, amedrentándonos con el tintineo de sus risas de hombre en celo.
Un joven, de rasgos finos, nariz afilada, cuerpo esbelto, se apea; le clava una mirada profunda a la doncella De´Lira; De´Lira cierra los ojos, se desmaya, como compete proceder a una chica en apuros; y queda su cuerpo grácil sobre la arena, ya veo a tres acercarse a ella…
Lady I arroja pañuelos con polvos de brillantina; corre por la playa dejando caer blancos pañuelos perfumados con polvos de ilusión; algunos Efebos caen en la trampa, se entretienen persiguiendo los trapitos que revuelan al viento, por toda la playa, como traviesas, aunque frágiles, mariposas.
La Condesa L entona melodías y cantos de amores heroicos, embelesa a otros tantos hermosos, con sus notas y versos de antiguas hazañas, los confunde con la belleza inaudita de sus tan increíbles voces de románticos encuentros de amor y pasión.
Y yo, sin sangre en las venas, desenvaino espada con las últimas fuerzas que me restan. Pongo mi resto, como quien dice. Pero ya uno de ellos baja del caballo, cerca de mí, me mira con su sonrisa impúdicamente relajada, sus ojos brillantes, también risueños; doy un paso atrás, él extiende sus brazos fuertes, me ofrece un coco con ginebra, sonríe más lindo aún…
Y ya no es posible hacer más. El mejor modo, el único modo de vender la tentación, es cayendo en ella, y pagando, claro, luego, cuando el instante fenece, pagando, decía, y casi es mi último pensamiento, pagando en carne las dádivas del tan divino pecado de la tentación…

Sin razón aparente.
Primer Admirante de nave Nodriza.
Soy Pirata, y cojo.